Producido de forma absolutamente independiente, se destaca no solo por la profesionalidad en su realización, sino, especialmente, por el tema que aborda: la violencia juvenil en los preuniversitarios en el campo, un tópico nunca antes tratado por la cinematografía nacional.
Inspirado en el cuento “A la vencida va la tercera”, de Yomar González, Camionero cuenta lo sucedido a Randy, un estudiante de un centro estudiantil interno, quien es sometido a las más crueles vejaciones por un grupo de sus compañeros, solo por ser diferente a los demás, y la actitud agresiva que va asumiendo Raidel —el único alumno de la escuela que trata de entenderlo y compadecerlo— cuando siente la amenaza de ser él la próxima víctima.
La historia comienza con una intriga de predestinación, a través de una voz over que está planteándose su capacidad para solucionar un enfrentamiento posible con otras personas, mientras en la imagen aparece un joven, en ropa interior, parado en un balcón de la escuela, aparentemente mirando al paisaje durante la noche. Este momento narrativo visual y auditivo, ya lleva en sí el conflicto y anuncia el desenlace del corto, ambos enunciados de una forma ambigua, sutil, que se desenrollará en el transcurso de la trama, pues apenas unos minutos después, comprendemos que esa voz y esa imagen no pertenecen a la misma persona. De este modo, el relato del cortometraje queda organizado a partir de la subjetividad de ese narrador homodiegético: el propio Raidel, quien, como testigo presencial, va juzgando al protagonista y nos brinda su visión de los motivos por los que están ocurriendo tales hechos desagradables en el plantel, sucesos que llevan a Randy a un final trágico, y al narrador a encontrar una terrible “solución” para los abusos en el albergue.
El filme de Sebastián Miló alcanza el mismo grado de crueldad en las relaciones entre los jóvenes que filmes antológicos como La ciudad y los perros (1985), dirigido por el peruano Francisco Lombardi, basado en la novela homónima de Mario Vargas Llosa, o la novela El señor de las moscas (1955) de William Golding, llevada también al cine, por solo citar dos intertextualidades evidentes.
Con este fuerte realismo, el cortometraje pretende denunciar las debilidades de un sistema educacional que busca “la perfección” y olvida las subjetividades de los seres humanos que se concentran en esos tipos de centros de enseñanza, concepto ejemplificado, de manera excelente, en la secuencia del matutino en la cual vemos a todos los estudiantes, perfectamente uniformados y alineados, mientras escuchamos al director alabar las buenas relaciones y funcionamiento del colegio, al cual considera como una “familia”, mientras, la cámara que ha estado recorriendo las filas por medio de travellings —estrategia que refuerza la condición de subjetividad del film— nos permite apreciar que el aparente monolito no es tan compacto y uniforme, pues está integrado por individuos diversos, entre ellos Randy, quien se siente a todas horas amenazado.
Camionero es, sobre todo, un acercamiento reflexivo a un concepto mayor: la masculinidad, específicamente, la que se está formando en la adolescencia, llena de una brutalidad condicionada por las herencias históricas de nuestras sociedades patriarcales. De ahí, la ironía de su título, el cual apela a un estereotipo machista, para contraponerlo a través del deseo anhelado por Randy, quien piensa en ese oficio no como oportunidad para reafirmar su virilidad, sino como una forma de fugarse de su triste realidad.
A LA VENCIDA VA LA TERCERA
Yomar González
Email: yomar22@correo.unam.mx
No sé qué
hago aquí. A los doce años era cinta negra en judo y a los catorce trataba de
sobrevivir, siempre lleno de miedo. No sé qué hago aquí. Mis padres quieren que
sea alguien. Él es albañil y regresa a casa con los pantalones llenos de
mezcla, apesadumbrado porque ha tenido demasiado trabajo y para colmo no es
nadie. Ella pelea por los pantalones sucios, aunque uno no sea nadie no es cosa
de andar por ahí mugriento. Si mi padre llevara los pantalones con un poco más
de cemento cada día hasta que se pusieran duros y fuera imposible doblarlos y
necesitara caminar como con dos piernas de madera, él sería alguien. Pero anda
entre limpio y sucio, no es alto ni bajito, flaco ni gordo, feo ni bonito; por
eso mi padre pasa inadvertido entre otros nadie como él. No sé qué hago. No sé
qué temo si ellos no pueden contra mí. Soy cinta negra en judo. No, no soy eso.
Soy El Camello, el Camellito. Ya ves, padre, soy alguien. Gracias a la joroba
que me cedió uno de tus antepasados —ligera, engañosa, pero detectable cuando
me acuesto boca abajo o cuando me siento en los bancos sin espaldar y sobresale
mi giba dromedaria—, gracias a tu herencia descompuesta, padre, soy alguien.
Alguien que vive al margen, en el punto de mira, alguien que sabe cuantas cosas
se desplomarán uno de estos días. Al pobre Frandy le habían robado la colcha,
le tiraban zapatos, le daban tablazos en las nalgas, le ponían torniquetes de
papel encendido entre los dedos. El pobre Frandy se acurrucaba en su cama y
soportaba el dolor. Ese dolor de no saber qué hacer, de no tener quién lo ayude
si es Frandy pescuezo de tabla y nadie puede unírsele pues sería el amigo de
Frandy pescuezo de tabla, el dolor de soportar hasta que se cansen y pueda
quedarse dormido. Frandy se queda dormido con la boca abierta, como
preparándose a dar una dentellada final que acabará con el mundo. Ellos dicen
Frandy pescuezo de tabla boca de jaiba y hacen una fila interminable. Son
muchos los sin rostro, la oscuridad es su signo, muchos revisando en sus
pulmones y escupiendo, sacando el catarro hasta de sus huesos; y la saliva va a
la boca abierta que primero traga y después se va llenando de escupitajo tras
escupitajo, se repleta, se desborda, chorrea hasta el mentón y el cuello. La
fila no se acabará nunca. Frandy tose y los catarros ruedan por la cara,
salpican, corren, pasa la mano por el pecho y vomita la sábana. Encienden la
luz, qué te pasa Frandy, el cuerpo cubierto por la saliva de otros, los
catarros de otros, las diversiones de otros. Va al baño y se limpia, no dice
nada, no mira los rostros de quienes rodean su cama, quita la sábana y vuelve a
acostarse, no dice nada, absolutamente nada. Se acomoda boca abajo para que
vengan la próxima vez y le embadurnen las nalgas con pasta de dientes o caguen
dentro de sus botas. Frandy soporta, siempre lo hará sin decir una palabra.
Desde nuestra cama comprendemos apenas el abecé de la vida y sus relaciones de
fuerza y poder, y deseamos no ser él porque no tendríamos cómo defendernos si
nadie es culpable y al rato somos tus amigos, qué te hicieron. Echarle guao en
la cama, robarle las medias para hacer pelotas, decirle tienes hasta cinco para
irte unodostrescuatrocinco, ay Frandy que tabla de pescuezo, llevarlo cargado
hasta el baño y pararlo en medio de un charco de orina, decirle Frandy cántame
una canción para dormirme, baila también hombre, muévete. Tomó pastillas y
ahora está ingresado en psiquiatría. Trató de cortarse las venas y ahora está
ingresado en psiquiatría. Se dejará caer de un edificio cualquiera de estos
días y ahora no está en ninguna parte. Frandy será un muerto joven porque no
llora, no habla, no dice cojoneee, me cago en la madre de tos ustedes. No
serviría, no hay nadie del otro lado, nadie escucha, Nadie me ha dejado ciego,
será entonces castigo de Zeus. Es a él a quien tememos porque nos representa.
Cuando tome las pastillas y se lo lleven al psiquiatra, uno de nosotros deberá
reemplazarlo y nos dirán Camellito que clase de joroba, dándonos con una tabla
por la espalda. Serán ellos. Nos dan palmaditas en el hombro y preguntan cómo
va la cosa y siguen de largo a otro lugar. Somos los débiles, los temerosos,
los que preferimos la luz. Como él, Frandy. Frandy es un muchacho delgado,
altísimo y de cuello largo, cada día el cuello de Frandy parece más largo. No
tiene novia ni habla de mujeres ni de música ni de películas. Parece no estar
aquí aunque camine ahora unos pasos delante de mí con la cabeza gacha y su
resplandeciente cuello de jirafa en close up. Nunca se ríe y pocas veces
responde a las preguntas del profesor aunque sean sencillas o el profesor le
diga vamos Frandy, tú lo sabes. Encoge el cuello —sigue siendo inmensamente
largo—, mira a la libreta, no dice nada. Algunos se ríen y el profesor frunce
el ceño y los mira desafiante. El profesor piensa que algo anda mal con el
muchacho. Pero nada anda mal. A Frandy le cosieron la boca hace muchos años, se
la sellaron para que no pudiera decir y se tragara el orgullo, para demostrar
que era un pendejo el Frandy ese, era un payaso. Lo empujan, lo zarandean y
hacen muecas delante de él para que vea y sienta envidia de las bocas de ellos,
de los labios libres, de las lenguas parlanchinas. Le llevan la carne rusa de
la bandeja, él no levanta la vista. Una muchacha dice pobrecito qué abusadores
son. A Frandy le cortaron las manos, esconde los muñones en los bolsillos para
que no lo noten, pero yo lo sé cuando veo la sangre chorreando por sus piernas,
es la sangre de las manos que botaron en una cuneta. A Frandy le cortaron las
piernas, por eso se arrastra frente a nosotros sin pedir clemencia. A Frandy le
cerraron los ojos y encima pegaron tiras y tiras de esparadrapo, por eso baja
la cabeza y no le vemos las pupilas. A Frandy le cortaron el sexo, por eso sólo
puede soportar en silencio y no puede gritar, no puede defenderse, no puede
correr, no puede verlos, no puede pensar en mujeres sino en acomodarse y
esperar el fin. Es triste ser Frandy. No quiero ser Frandy cuando sea necesario
reemplazarlo, cuando él trate de hacerlo más rápido. No quiero ser El Camello,
aunque ser El Camello signifique ser alguien. Quiero ser chofer de rastras,
usar camisas sin mangas, dormir cada noche en una posada distinta, tener junto
al timón la foto de portada de una Playboy, no pensar; no pienso en otra cosa
que en conducir y no quedarme dormido. Hubo incomodidad cuando dieron la
noticia, Frandy forzó la puerta de la enfermería y se llenó de pastillas, se le
escapan algunas mientras tragaba y caían sobre la cama de hierro o salían por
la ventana. Lo encontraron esta mañana en el piso, ya está mejor, pero lo
dejaron ingresado. Nadie habló aquella noche, no tirarán botas ni darán
tablazos ni incendiarán dedos, nadie hablará esta noche, aquella noche. Aquella
noche, esta noche viajo en mi camión por una autopista recién terminada,
conduzco con elegancia y de vez en cuando miro las tetas de Jaqueline O’Donell,
Miss Arizona 1983; como a los marineros, tengo una hembra que espera
pacientemente mirando a la carretera, llevo puesta una camisa sin mangas, en la
radio una voz anuncia que va a llover, llueve ya y aminoro la velocidad,
entonces veo el primer bulto y lo embisto, el segundo y lo embisto, el tercero,
el cuarto, es una fila interminable de bultos. La defensa del camión se va
cubriendo de una costra sanguinolenta, la lluvia no puede limpiar los coágulos,
no trato de esquivarlos, me defiendo, sólo me defiendo o me ovillo en una
esquina de la cama y espero la llegada de las sombras, de la fila interminable
sobre mí. Mi función es ser cobarde, aunque sepa setenta y tres técnicas de
proyección aprendidas en los colchones de tres gimnasios, aunque guarde en mi
escaparate un kimono orgulloso de llevar la cinta negra atada a la cintura. No
hay a quién combatir, no hay enemigos, es mi figura jorobada la justificación,
es por mi padre, por mis ancestros. Desde hace mucho tiempo estaba destinado a
punching bag, a piedracintas, a varón preconfigurado para divertir a los demás.
Ahí están, siento el sudor alegre de uno a mi derecha, cuchichean, a la una, ya
llegan, a las dos, es mejor pensar que conduzco un camión MACK pintado de verde
metálico por una autopista nuevecita, y a las tres, ay Camellito qué joroba,
qué joroba, qué joroba y parece que nunca van a terminar, no se aburren, no se
cansan, vengan todos a divertirse, echémosle pasta, encendamos papeles en sus dedos,
escupámoslo, golpeémosle esa giba payasa, hagámoslo vomitar sobre su sábana,
forcémoslo a llorar y a pedir piedad ante nosotros, mírenlo aquí, ridículo,
encogido y soportando, más duro, hagan vibrar esa tabla en su joroba, y mi
camión sigue derribando bultos que son ellos tirados en la carretera,
sangrando, nunca terminan y pienso en una mujer escondida de todo el pueblo
pues qué es eso de amar a un camionero que atropella bultos humanos por la
carretera. Ya se van, me dejan, me olvidan, y yo, gentilmente, me trago las
lágrimas, ahogo mis sollozos, es peor cuando se marchan y dejan al descubierto
la vejación. Otros me miran desde sus camas y tienen miedo a lo que vendrá.
Saben que no soy lo suficientemente fuerte para resistir, saben que quebraré y
me llevarán a otro lugar entre sirenas azules y cruces rojas, saben que alguien
será obligado a sustituirme porque la leyenda continúa. El hombre siempre se ha
divertido a costa del hombre, se ríe de los defectos de él mismo, se golpea a
sí mismo y termina siendo culpado de lunático mientras lo apresan en una camisa
hecha de saco de harina con el membrete made in holland en plena espalda, lo
maniatan y lo echan a un foso que es una ambulancia. Me maniatan y me echan a
un foso que es una ambulancia. Pero eso fue después, ahora le doy filo a una
lata en la superficie corrugada del terreno de baloncesto, y a un pedazo de
hierro le hago punta, y recojo picos de botellas rotas como hojas de puñales, y
lo guardo todo en el forro del abrigo, y me escondo para que no vean mi cabeza
cubierta, y pacientemente espero a que aparezcan y vayan a dormir, y veo cómo
los artefactos llegan a sus carnes, cortando, haciendo brotar la sangre de sus
cuerpos, voy derrumbando los monigotes, arremeto contra ellos, la defensa de mi
MACK está cubierta de coágulos, corto, entierro, penetro, escupo, vuelvo a
cortar y ellos despiertan sorprendidos, cómo es posible sentir en el abdomen un
dolor tan agudo y ver la sangre saliendo, cómo es posible que mi cara esté
deformada con tres zanjas profundas si yo sólo dormía plácidamente, soñaba con
una mujer y su humedad, cómo es posible despertar y encontrarme todavía
dormido. Es el caos; corren, se quejan, se amarran telas para detener el
fluido, soy el chofer y se me ha hecho tarde por esos bultos sempiternos que
debo seguir derribando hasta el final, cortar, clavar, enterrar, herir,
penetrar, cercenar. La algarabía de una colmena dañada, fuego, gritan unos,
sangre, gritan otros, granizos, otros. Por los pasillos corre el líquido
envenenado, cae, rueda, se precipita desde el tercer piso hasta la tierra
anegada y será el final de los días. Los hospitales llenos de heridos que no
pueden explicar cómo ocurrió si sólo dormían, y mi padre levanta una pared en
el momento que soy Alguien y gritamos de dolor cuando nos dan la noticia, cómo
es posible si nuestro hijo siempre fue tan noble, y los vecinos, sí, cómo es
posible, y los directores de verdad no entienden. Pero los quinientos noventa y
nueve saben, pregúntenles por qué. Porque no voy a tomar pastillas ni trataré
de ahorcarme ni me lanzaré de una planta doce, si alguien debe salir herido, si
alguien debe sufrir, si alguien debe dolerse, llorar y soportar que sea el
resto, ya es suficiente, tengo de sobra con mi porción diaria. Padre viste hoy
pantalones limpios, madre se queja de que la vida sea como es, se queja a dios
y al diablo, y a los ángeles y arcángeles, y a las vírgenes y a los santos.
Madre no acepta que yo haya afilado una lata en el cemento corrugado del
terreno de baloncesto, padre y madre no comprenden que era cuestión de dañar o
salir dañado. Cuando Frandy murió, reventado en el asfalto de la calle, dejaron
de molestarlo. Cuando ellos tuvieron miedo frente a mí, dejaron de molestarme e
hicieron preguntas y me vistieron de limpio para salir a pasear con estos tíos
vestidos de blanco en un auto también blanco, como si no me diera cuenta de que
eran los ángeles de mamá, y el auto la carroza que me llevaría al cielo.
Pienso. Conduzco mi MACK verde metálico hasta el pueblo próximo; a mí, como a
los marineros, en cada puerto me espera un amor.
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