jueves, 18 de abril de 2013

Camionero

Es un cortometraje de solo 25 minutos, que obtuvo un total de doce reconocimientos en la 11na. Muestra Joven de La Habana, entre ellos el de Mejor Ficción y música original.

Producido de forma absolutamente independiente, se destaca no solo por la profesionalidad en su realización, sino, especialmente, por el tema que aborda: la violencia juvenil en los preuniversitarios en el campo, un tópico nunca antes tratado por la cinematografía nacional.

Inspirado en el cuento “A la vencida va la tercera”, de Yomar González, Camionero cuenta lo sucedido a Randy, un estudiante de un centro estudiantil interno, quien es sometido a las más crueles vejaciones por un grupo de sus compañeros, solo por ser diferente a los demás, y la actitud agresiva que va asumiendo Raidel —el único alumno de la escuela que trata de entenderlo y compadecerlo— cuando siente la amenaza de ser él la próxima víctima.

La historia comienza con una intriga de predestinación, a través de una voz over que está planteándose su capacidad para solucionar un enfrentamiento posible con otras personas, mientras en la imagen aparece un joven, en ropa interior, parado en un balcón de la escuela, aparentemente mirando al paisaje durante la noche. Este momento narrativo visual y auditivo, ya lleva en sí el conflicto y anuncia el desenlace del corto, ambos enunciados de una forma ambigua, sutil, que se desenrollará en el transcurso de la trama, pues apenas unos minutos después, comprendemos que esa voz y esa imagen no pertenecen a la misma persona. De este modo, el relato del cortometraje queda organizado a partir de la subjetividad de ese narrador homodiegético: el propio Raidel, quien, como testigo presencial, va juzgando al protagonista y nos brinda su visión de los motivos por los que están ocurriendo tales hechos desagradables en el plantel, sucesos que llevan a Randy a un final trágico, y al narrador a encontrar una terrible “solución” para los abusos en el albergue.

El filme de Sebastián Miló alcanza el mismo grado de crueldad en las relaciones entre los jóvenes que filmes antológicos como La ciudad y los perros (1985), dirigido por el peruano Francisco Lombardi, basado en la novela homónima de Mario Vargas Llosa, o la novela El señor de las moscas (1955) de William Golding, llevada también al cine, por solo citar dos intertextualidades evidentes.

Con este fuerte realismo, el cortometraje pretende denunciar las debilidades de un sistema educacional que busca “la perfección” y olvida las subjetividades de los seres humanos que se concentran en esos tipos de centros de enseñanza, concepto ejemplificado, de manera excelente, en la secuencia del matutino en la cual vemos a todos los estudiantes, perfectamente uniformados y alineados, mientras escuchamos al director alabar las buenas relaciones y funcionamiento del colegio, al cual considera como una “familia”, mientras, la cámara que ha estado recorriendo las filas por medio de travellings —estrategia que refuerza la condición de subjetividad del film— nos permite apreciar que el aparente monolito no es tan compacto y uniforme, pues está integrado por individuos diversos, entre ellos Randy, quien se siente a todas horas amenazado.

Camionero es, sobre todo, un acercamiento reflexivo a un concepto mayor: la masculinidad, específicamente, la que se está formando en la adolescencia, llena de una brutalidad condicionada por las herencias históricas de nuestras sociedades patriarcales. De ahí, la ironía de su título, el cual apela a un estereotipo machista, para contraponerlo a través del deseo anhelado por Randy, quien piensa en ese oficio no como oportunidad para reafirmar su virilidad, sino como una forma de fugarse de su triste realidad.


A LA VENCIDA VA LA TERCERA

Yomar González



No sé qué hago aquí. A los doce años era cinta negra en judo y a los catorce trataba de sobrevivir, siempre lleno de miedo. No sé qué hago aquí. Mis padres quieren que sea alguien. Él es albañil y regresa a casa con los pantalones llenos de mezcla, apesadumbrado porque ha tenido demasiado trabajo y para colmo no es nadie. Ella pelea por los pantalones sucios, aunque uno no sea nadie no es cosa de andar por ahí mugriento. Si mi padre llevara los pantalones con un poco más de cemento cada día hasta que se pusieran duros y fuera imposible doblarlos y necesitara caminar como con dos piernas de madera, él sería alguien. Pero anda entre limpio y sucio, no es alto ni bajito, flaco ni gordo, feo ni bonito; por eso mi padre pasa inadvertido entre otros nadie como él. No sé qué hago. No sé qué temo si ellos no pueden contra mí. Soy cinta negra en judo. No, no soy eso. Soy El Camello, el Camellito. Ya ves, padre, soy alguien. Gracias a la joroba que me cedió uno de tus antepasados —ligera, engañosa, pero detectable cuando me acuesto boca abajo o cuando me siento en los bancos sin espaldar y sobresale mi giba dromedaria—, gracias a tu herencia descompuesta, padre, soy alguien. Alguien que vive al margen, en el punto de mira, alguien que sabe cuantas cosas se desplomarán uno de estos días. Al pobre Frandy le habían robado la colcha, le tiraban zapatos, le daban tablazos en las nalgas, le ponían torniquetes de papel encendido entre los dedos. El pobre Frandy se acurrucaba en su cama y soportaba el dolor. Ese dolor de no saber qué hacer, de no tener quién lo ayude si es Frandy pescuezo de tabla y nadie puede unírsele pues sería el amigo de Frandy pescuezo de tabla, el dolor de soportar hasta que se cansen y pueda quedarse dormido. Frandy se queda dormido con la boca abierta, como preparándose a dar una dentellada final que acabará con el mundo. Ellos dicen Frandy pescuezo de tabla boca de jaiba y hacen una fila interminable. Son muchos los sin rostro, la oscuridad es su signo, muchos revisando en sus pulmones y escupiendo, sacando el catarro hasta de sus huesos; y la saliva va a la boca abierta que primero traga y después se va llenando de escupitajo tras escupitajo, se repleta, se desborda, chorrea hasta el mentón y el cuello. La fila no se acabará nunca. Frandy tose y los catarros ruedan por la cara, salpican, corren, pasa la mano por el pecho y vomita la sábana. Encienden la luz, qué te pasa Frandy, el cuerpo cubierto por la saliva de otros, los catarros de otros, las diversiones de otros. Va al baño y se limpia, no dice nada, no mira los rostros de quienes rodean su cama, quita la sábana y vuelve a acostarse, no dice nada, absolutamente nada. Se acomoda boca abajo para que vengan la próxima vez y le embadurnen las nalgas con pasta de dientes o caguen dentro de sus botas. Frandy soporta, siempre lo hará sin decir una palabra. Desde nuestra cama comprendemos apenas el abecé de la vida y sus relaciones de fuerza y poder, y deseamos no ser él porque no tendríamos cómo defendernos si nadie es culpable y al rato somos tus amigos, qué te hicieron. Echarle guao en la cama, robarle las medias para hacer pelotas, decirle tienes hasta cinco para irte unodostrescuatrocinco, ay Frandy que tabla de pescuezo, llevarlo cargado hasta el baño y pararlo en medio de un charco de orina, decirle Frandy cántame una canción para dormirme, baila también hombre, muévete. Tomó pastillas y ahora está ingresado en psiquiatría. Trató de cortarse las venas y ahora está ingresado en psiquiatría. Se dejará caer de un edificio cualquiera de estos días y ahora no está en ninguna parte. Frandy será un muerto joven porque no llora, no habla, no dice cojoneee, me cago en la madre de tos ustedes. No serviría, no hay nadie del otro lado, nadie escucha, Nadie me ha dejado ciego, será entonces castigo de Zeus. Es a él a quien tememos porque nos representa. Cuando tome las pastillas y se lo lleven al psiquiatra, uno de nosotros deberá reemplazarlo y nos dirán Camellito que clase de joroba, dándonos con una tabla por la espalda. Serán ellos. Nos dan palmaditas en el hombro y preguntan cómo va la cosa y siguen de largo a otro lugar. Somos los débiles, los temerosos, los que preferimos la luz. Como él, Frandy. Frandy es un muchacho delgado, altísimo y de cuello largo, cada día el cuello de Frandy parece más largo. No tiene novia ni habla de mujeres ni de música ni de películas. Parece no estar aquí aunque camine ahora unos pasos delante de mí con la cabeza gacha y su resplandeciente cuello de jirafa en close up. Nunca se ríe y pocas veces responde a las preguntas del profesor aunque sean sencillas o el profesor le diga vamos Frandy, tú lo sabes. Encoge el cuello —sigue siendo inmensamente largo—, mira a la libreta, no dice nada. Algunos se ríen y el profesor frunce el ceño y los mira desafiante. El profesor piensa que algo anda mal con el muchacho. Pero nada anda mal. A Frandy le cosieron la boca hace muchos años, se la sellaron para que no pudiera decir y se tragara el orgullo, para demostrar que era un pendejo el Frandy ese, era un payaso. Lo empujan, lo zarandean y hacen muecas delante de él para que vea y sienta envidia de las bocas de ellos, de los labios libres, de las lenguas parlanchinas. Le llevan la carne rusa de la bandeja, él no levanta la vista. Una muchacha dice pobrecito qué abusadores son. A Frandy le cortaron las manos, esconde los muñones en los bolsillos para que no lo noten, pero yo lo sé cuando veo la sangre chorreando por sus piernas, es la sangre de las manos que botaron en una cuneta. A Frandy le cortaron las piernas, por eso se arrastra frente a nosotros sin pedir clemencia. A Frandy le cerraron los ojos y encima pegaron tiras y tiras de esparadrapo, por eso baja la cabeza y no le vemos las pupilas. A Frandy le cortaron el sexo, por eso sólo puede soportar en silencio y no puede gritar, no puede defenderse, no puede correr, no puede verlos, no puede pensar en mujeres sino en acomodarse y esperar el fin. Es triste ser Frandy. No quiero ser Frandy cuando sea necesario reemplazarlo, cuando él trate de hacerlo más rápido. No quiero ser El Camello, aunque ser El Camello signifique ser alguien. Quiero ser chofer de rastras, usar camisas sin mangas, dormir cada noche en una posada distinta, tener junto al timón la foto de portada de una Playboy, no pensar; no pienso en otra cosa que en conducir y no quedarme dormido. Hubo incomodidad cuando dieron la noticia, Frandy forzó la puerta de la enfermería y se llenó de pastillas, se le escapan algunas mientras tragaba y caían sobre la cama de hierro o salían por la ventana. Lo encontraron esta mañana en el piso, ya está mejor, pero lo dejaron ingresado. Nadie habló aquella noche, no tirarán botas ni darán tablazos ni incendiarán dedos, nadie hablará esta noche, aquella noche. Aquella noche, esta noche viajo en mi camión por una autopista recién terminada, conduzco con elegancia y de vez en cuando miro las tetas de Jaqueline O’Donell, Miss Arizona 1983; como a los marineros, tengo una hembra que espera pacientemente mirando a la carretera, llevo puesta una camisa sin mangas, en la radio una voz anuncia que va a llover, llueve ya y aminoro la velocidad, entonces veo el primer bulto y lo embisto, el segundo y lo embisto, el tercero, el cuarto, es una fila interminable de bultos. La defensa del camión se va cubriendo de una costra sanguinolenta, la lluvia no puede limpiar los coágulos, no trato de esquivarlos, me defiendo, sólo me defiendo o me ovillo en una esquina de la cama y espero la llegada de las sombras, de la fila interminable sobre mí. Mi función es ser cobarde, aunque sepa setenta y tres técnicas de proyección aprendidas en los colchones de tres gimnasios, aunque guarde en mi escaparate un kimono orgulloso de llevar la cinta negra atada a la cintura. No hay a quién combatir, no hay enemigos, es mi figura jorobada la justificación, es por mi padre, por mis ancestros. Desde hace mucho tiempo estaba destinado a punching bag, a piedracintas, a varón preconfigurado para divertir a los demás. Ahí están, siento el sudor alegre de uno a mi derecha, cuchichean, a la una, ya llegan, a las dos, es mejor pensar que conduzco un camión MACK pintado de verde metálico por una autopista nuevecita, y a las tres, ay Camellito qué joroba, qué joroba, qué joroba y parece que nunca van a terminar, no se aburren, no se cansan, vengan todos a divertirse, echémosle pasta, encendamos papeles en sus dedos, escupámoslo, golpeémosle esa giba payasa, hagámoslo vomitar sobre su sábana, forcémoslo a llorar y a pedir piedad ante nosotros, mírenlo aquí, ridículo, encogido y soportando, más duro, hagan vibrar esa tabla en su joroba, y mi camión sigue derribando bultos que son ellos tirados en la carretera, sangrando, nunca terminan y pienso en una mujer escondida de todo el pueblo pues qué es eso de amar a un camionero que atropella bultos humanos por la carretera. Ya se van, me dejan, me olvidan, y yo, gentilmente, me trago las lágrimas, ahogo mis sollozos, es peor cuando se marchan y dejan al descubierto la vejación. Otros me miran desde sus camas y tienen miedo a lo que vendrá. Saben que no soy lo suficientemente fuerte para resistir, saben que quebraré y me llevarán a otro lugar entre sirenas azules y cruces rojas, saben que alguien será obligado a sustituirme porque la leyenda continúa. El hombre siempre se ha divertido a costa del hombre, se ríe de los defectos de él mismo, se golpea a sí mismo y termina siendo culpado de lunático mientras lo apresan en una camisa hecha de saco de harina con el membrete made in holland en plena espalda, lo maniatan y lo echan a un foso que es una ambulancia. Me maniatan y me echan a un foso que es una ambulancia. Pero eso fue después, ahora le doy filo a una lata en la superficie corrugada del terreno de baloncesto, y a un pedazo de hierro le hago punta, y recojo picos de botellas rotas como hojas de puñales, y lo guardo todo en el forro del abrigo, y me escondo para que no vean mi cabeza cubierta, y pacientemente espero a que aparezcan y vayan a dormir, y veo cómo los artefactos llegan a sus carnes, cortando, haciendo brotar la sangre de sus cuerpos, voy derrumbando los monigotes, arremeto contra ellos, la defensa de mi MACK está cubierta de coágulos, corto, entierro, penetro, escupo, vuelvo a cortar y ellos despiertan sorprendidos, cómo es posible sentir en el abdomen un dolor tan agudo y ver la sangre saliendo, cómo es posible que mi cara esté deformada con tres zanjas profundas si yo sólo dormía plácidamente, soñaba con una mujer y su humedad, cómo es posible despertar y encontrarme todavía dormido. Es el caos; corren, se quejan, se amarran telas para detener el fluido, soy el chofer y se me ha hecho tarde por esos bultos sempiternos que debo seguir derribando hasta el final, cortar, clavar, enterrar, herir, penetrar, cercenar. La algarabía de una colmena dañada, fuego, gritan unos, sangre, gritan otros, granizos, otros. Por los pasillos corre el líquido envenenado, cae, rueda, se precipita desde el tercer piso hasta la tierra anegada y será el final de los días. Los hospitales llenos de heridos que no pueden explicar cómo ocurrió si sólo dormían, y mi padre levanta una pared en el momento que soy Alguien y gritamos de dolor cuando nos dan la noticia, cómo es posible si nuestro hijo siempre fue tan noble, y los vecinos, sí, cómo es posible, y los directores de verdad no entienden. Pero los quinientos noventa y nueve saben, pregúntenles por qué. Porque no voy a tomar pastillas ni trataré de ahorcarme ni me lanzaré de una planta doce, si alguien debe salir herido, si alguien debe sufrir, si alguien debe dolerse, llorar y soportar que sea el resto, ya es suficiente, tengo de sobra con mi porción diaria. Padre viste hoy pantalones limpios, madre se queja de que la vida sea como es, se queja a dios y al diablo, y a los ángeles y arcángeles, y a las vírgenes y a los santos. Madre no acepta que yo haya afilado una lata en el cemento corrugado del terreno de baloncesto, padre y madre no comprenden que era cuestión de dañar o salir dañado. Cuando Frandy murió, reventado en el asfalto de la calle, dejaron de molestarlo. Cuando ellos tuvieron miedo frente a mí, dejaron de molestarme e hicieron preguntas y me vistieron de limpio para salir a pasear con estos tíos vestidos de blanco en un auto también blanco, como si no me diera cuenta de que eran los ángeles de mamá, y el auto la carroza que me llevaría al cielo. Pienso. Conduzco mi MACK verde metálico hasta el pueblo próximo; a mí, como a los marineros, en cada puerto me espera un amor.

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